Portada  |  01 febrero 2019

"He Vivido": Graciela, una vida contra viento y marea

Las cosas se estaban acomodando hasta que el dolor iba a golpear fuerte a su vida. Un nuevo informe de Erica Fontana.

Informes Especiales

Graciela Vivares tiene 80 años, nació en una zona rural de Mendoza, pero sus padres debieron viajar a San Juan a anotarla porque la partera no podía hacerle el certificado de nacimiento.

La familia estaba constituida por su padre que era secretario de la CGT provincial, su madre que era ama de casa y siete hermanos, ella fue la quinta. Recuerda que su padre era muy estricto pero cálido a la vez, no la dejaba salir sola a la calle y la obligaba a saber las tablas matemáticas. Consideraba que el conocimiento era lo que los iba a sacar adelante.

Terminó la primaria a los 13 años y al poco tiempo su padre enfermó de los pulmones por su adicción al cigarrillo. Graciela para ayudar a la economía familiar dejó el colegio y comenzó a trabajar haciendo changas. Su padre falleció luego de unos meses de agonía.

Con la muerte del padre, y debido al grave problema económico que tenían en el hogar, la madre decidió distribuir a sus hijos por distintas casas de familiares a lo largo de Argentina, a Graciela le tocó en la casa de su tía en Lanús.

Graciela trabajaba en una textil y aportaba a la casa de sus tíos y ayudaba con lo que podía a la madre en Mendoza para que no perdiera la casa familiar que estaba hipotecada. Una tarde, a sus 18 años, todo iba cambiar: mientras ella lavaba los platos su tío intentó abusarla sexualmente. Ella logró separarlo con un cuchillo cortándole la mano. Le contó a su tía lo que había sucedido, pero no le creyó: “Vos debes haberlo provocado”, le dijo. Su primo, el hijo del abusador, fue el único que la ayudó, intentó golpear al padre y la ayudó para que volviera a Mendoza. Al llegar a Mendoza le contó a la madre, pero tampoco le creyó. Con el dolor en el alma no le quedó otra que quedarse a vivir en la casa familiar.

Estando en Mendoza, se puso de novia con un chico y decidieron comprometerse para casarse ese mismo año en septiembre. Su novio insistía en tener relaciones sexuales antes del matrimonio, pero ella no quería, el chico decidió cancelar la boda y terminar la relación. A ella no le importó “yo me voy a casar igual”, le dijo. Para septiembre conoció otro hombre con el que se terminó casando a los cuatro meses.

Todo iba bien con su marido durante el primer año, tuvieron su primer hijo. Con la nueva responsabilidad él se puso muy agresivo y la vida se empezó a complicar. Decidieron separarse y ella vino sola con su hijo a Avellaneda. A los dos meses su marido la vino a buscar a Buenos Aires y la convenció para volver a estar juntos; construyeron una casita de chapa en Florencio Varela en la misma cuadra donde hoy tiene su casa.

Con Jacinto tuvieron en Buenos Aires tres hijos más. La vida con Jacinto fue un infierno: la psicopateaba todo el tiempo (le cuestionaba la forma de vestirse) y la golpeaba salvajemente. Graciela sufría en silencio y, además de criar a sus cuatro hijos, hacía changas como apoyo escolar de contabilidad a los chicos del barrio. La violencia de Jacinto era diaria; además de los golpes, Graciela sabía que su marido tenía amantes por todos lados. El desprecio que Jacinto tenía por la familia era tal que a su última hija ni siquiera fue a recibirla al hospital.

Graciela hacía las denuncias por los golpes que recibía, pero la policía no hacía nada. Una tarde estando en la comisaría Jacinto llegó al lugar y la llevó a su casa para volver a pegarle. La última vez que la golpeó, su hija de cuatro años se puso en el medio con una tijera para intentar alejarlo: ese fue el límite, Graciela lo echó de la casa. Jacinto se fue de la casa y nunca más les pasó un centavo.

Graciela estaba sola con los cuatro hijos y con trabajos esporádicos, comenzó a trabajar en una florería. Sin plata, hacía malabares para alimentar a sus hijos. “Había días que no teníamos para comer, recuerdo una noche que sólo tenía una gelatina, huevo y pan rallado y con eso hice unos bocaditos para que mis hijos no pasaran hambre”. Ella salía a trabajar y les dejaba a sus hijos la comida preparada, el mayor de nueve años se encargaba de darle de comer al resto; a la hija menor la cuidada una mujer a la que ella le pagaba. “Jamás dejé solos a mis hijos para ir a bailar o salir, los dejaba para ir a trabajar y traer la comida”, dice con los ojos rojos de emoción.

Graciela trabajó como empleada doméstica y luego consiguió empleo en una papelera, las cosas comenzaban a estabilizarse. Le volvió dar una oportunidad al amor, conoció un policía del que se enamoró y decidieron que fuera a vivir con ella y su familia. Todo era normal, hasta que un día peinando a su hija menor le encontró un chichón, indagando con la nena descubrió que su pareja golpeaba a los hijos. Graciela no dudó un instante, lo echó de la casa y estuvo a punto de quemarle todas sus cosas. El hombre intentó que lo perdonara, pero la decisión ya estaba tomada, nadie se iba a meter con sus hijos. Durante varios años, su ex pareja le envió postales que solo decían “perdón”; nunca más volvió a verlo. Desde ese día ningún hombre volvió a entrar a su casa.

Sus hijos crecieron, educados y trabajadores y le dieron nietos. Las cosas se estaban acomodando hasta que el dolor iba a golpear fuerte a su vida. Graciela debió ser operada de un problema gastrointestinal, estando convaleciente su hija Beatriz falleció de un infarto. “Yo estaba internada y nadie quería decirme nada, yo sabía que algo había pasado porque Beatriz venía todos los días, yo preguntaba, pero nadie quería contarme; hasta que un día le supliqué al médico y me contó; ese fue el dolor más grande de mi vida, yo salí del hospital para ir al velatorio de mi hija”, cuenta con lágrimas en los ojos.

Su hija Beatriz falleció y dejó tres hijos: una adolescente de 16 años, una nena de 11 y el menor de 1 año. A los 15 días de muerta su hija, el viudo de Beatriz abandonó a los hijos y se fue de la casa. Graciela convaleciente de la operación debió hacerse cargo de sus nietos. “Yo no tenía plata, había días que le daba la comida a ellos y yo no comía; el padre nunca pasó dinero”, cuenta todavía indignada. El nene de un año lloró durante cuatro años todas las noches pidiendo por su madre, ella debía hacerse fuerte para sus nietos. Fue madre y abuela de los tres, tal es así que hoy en día el nene de un año se transformó en un hombre de 21 que le dice “mamá”.

Graciela, a pesar de todos los avatares del destino, logró que sus hijos y nietos sean hombres y mujeres de bien. Todos estudiaron y trabajan.

A sus 75 años decidió que ahora era tiempo para ella, se anotó en el Plan Fines para hacer el colegio secundario y lo culminó en 2017 con 79 años y notas sobresalientes. “Yo de chica soñaba con estudiar medicina, pero por los contratiempos de la vida no pude, ahora terminé el secundario y pienso seguir”, asegura orgullosa. Graciela hoy con 80 años, está jubilada y subsiste vendiendo productos cosméticos, se acaba de anotar en la Universidad Jauretche para hacer la carrera de Trabajadora Social.

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