Portada  |  10 enero 2019

Contratado por un día: Roberto Funes Ugarte en un día de trabajo como sebero

El trabajo no solo exige un gran esfuerzo físico. También, una descomunal fuerza de voluntad.

Informes Especiales

Texto de Pablo Kuperszmit

Está en el shampoo, en la crema de enjuague, en el alimento balanceado para perros y gatos, en la margarina, en el pan, en el jabón, en las galletitas, en los cosméticos, en las velas, en las tapas para empanada, en el chocolate. Y la lista sigue. Sí, aunque no lo sepamos, el sebo, las sobras de la carne, se usa para muchos de los productos que consumimos a diario.

Y para recolectarlo –trabajo duro y desagradable si los hay- 5 mil hombres recorren en camiones cada una de las carnicerías del país. En otra entrega de Contratado por un día, Roberto Funes Ugarte vivió la experiencia de ser uno más de ellos, el último eslabón de una industria que procesa 260 mil toneladas de sebo por año, lo que ubica a la Argentina en el tercer puesto a nivel mundial, detrás de Estados Unidos y Brasil.

Todo comenzó en un galpón de Laferrere, en La Matanza, donde unos 50 seberos se juntan de lunes a sábados a las 6 de la mañana para empezar su jornada a cambio de sueldos mensuales que van de los 12 mil a los 15 mil pesos.

Divididos en grupos de tres -uno maneja el camión y los otros dos viajan en la caja- visitan durante 6 horas unas 70 carnicerías hasta alcanzar una carga de 1500 kilos de sebo y unos cien kilos de hueso.

El trabajo no solo exige un gran esfuerzo físico. También, una descomunal fuerza de voluntad. Es que deben tolerar olores revulsivos. A los de la grasa y los huesos, se suman los que liberan las sobras de pollo en estado de descomposición. A tal punto que, según cuentan los más veteranos, muchos vomitaron en sus comienzos y otros directamente no lo soportaron y terminaron renunciando.

Es tan largo el circuito que hacen, que el trabajo deben ejecutarlo a toda velocidad. Por eso bajan corriendo del camión, se presentan en la carnicería, cargan el sebo y los huesos, los arrojan sobre la caja -a veces con mucha dificultad por lo pesados que resultan- y de inmediato parten rumbo al próximo destino.

Los carniceros de la Capital Federal se quejan de que les pagan apenas 70 centavos por cada kilo de sebo. Pero los del gran Buenos Aires, en su mayoría, ni siquiera eso reciben. Lo entregan gratis. Y otra alternativa no les queda. Porque, como se trata de un residuo considerado peligroso, no pueden arrojarlo a los contenedores de basura.

Pero los empresarios del sebo también reclaman que reciben migajas de un negocio que cada vez es menos redituable. Por cada kilo que entregan, cobran 2,40 pesos en las fábricas que se encuentran en el barrio de Mataderos, la mayoría de ellas sobre la calle Murguiondo.

Es el mismo precio que recibían hace tres años, en un lapso en el que el precio del gasoil, por ejemplo, aumentó más de un 150%. Sucede que el sebo es una commodity. Al igual que la soja, el trigo o el petróleo, tiene un precio internacional.

Y como en los últimos tiempos las industrias empezaron a reemplazarlo por aceite de palma –mucho más económico, aunque, según algunos estudios, más nocivo para la salud- su valor se desplomó. La misma tonelada de sebo que hace tres años tenía un valor de 700 dólares, ahora cotiza a 360.

Más allá de eso y de la crisis que atraviesa el sector, la actividad sigue. La grasa se cocina junto con parte del hueso previamente molido y, una vez convertidos en líquido, se almacena en barriles que las fábricas venden, después de refinarlo, a 24 pesos el kilo a distintas industrias, sobre todo a las alimenticias y a las de cosméticos.

Es que, como en el siglo XVIII enunció el padre de la ciencia química, el francés Antoine Lavoisier, “nada se pierde, todo se transforma”.

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