Portada  |  20 marzo 2019

"Yo y las armas": una nueva confesión con Mauro Szeta

Llegó a dormir con más de 40, incluidos fusiles y ametralladoras, debajo del colchón de su cama. Cumple una condena por una entradera en la Unidad Penitenciaria N°39 de Ituzaingó.

Informes Especiales

Texto Pablo Kuperszmit

Cuando era chico, a Nicolás había un solo juguete que lo atrapaba. A diferencia de sus amigos, no era una pelota, ni los autitos. En su caso era un revólver a cebita. Era el protagonista de casi todos sus juegos. Hasta que un día, acorralado por la pobreza más extrema, decidió usarlo, pero para empezar otro “juego”. Fue hasta la verdulería del barrio, en Merlo, le apuntó a la cabeza al dueño y no solo le robó el dinero. También, lo que él más quería: una pistola calibre 22.

Así comenzó una carrera delictiva que ahora lo tiene purgando una condena en la Unidad Penitenciaria N°39 de Ituzaingó y durante la cual desarrolló esa obsesión que ya desde chiquito sentía por las armas. Tanto que llegó a dormir con más de 40, incluidos fusiles y ametralladoras, debajo del colchón de su cama.

Su prontuario abarca buena parte del Código Penal. Desde asaltos a comercios y blindados, salideras, entraderas, robos en la costa durante la temporada, tiroteos y hasta el presunto homicidio de un hombre al que le vació el cargador completo de una pistola.

Fue en el marco de una salidera. Durante seis horas siguió en moto a una mujer que había retirado 57 mil pesos de un banco. Cuando ella bajó de un auto en la puerta de su casa, le apuntó con una pistola y le robó el dinero. Pero apareció el marido con un arma. Nicolás tomó al hijo de rehén para intimidarlo. No tuvo éxito. El hombre le disparó igual y lo hirió en un tobillo. Él respondió el fuego y, cuando lo tuvo herido en el piso, lo acribilló. En total le descerrajó diecisiete tiros. Todos los que tenía en el cargador.

Después, con el arma que le prestó su cómplice, se tiroteó con el hijo al que había tomado de rehén. Recibió algunos tiros en la pierna, pero logró escapar. Le salvó la vida una enfermera a la que la banda contrataba en caso de emergencia. “Le pagábamos un dinero y ella venía a curarnos –recuerda Nicolás-, porque si íbamos al hospital le avisaban a la policía”.

Nicolás dice no saber si el hombre murió, aunque, por la cantidad de balazos que le disparó y por lo que cuenta, claramente se imagina que sí. “Varias veces se me apareció el alma del hombre, su cara”, confiesa.

A la hora de robar él no tenía una sola especialidad. De hecho, simultáneamente participaba en tres bandas delictivas. Con una de ellas “trabajaba” sobre todo en verano, cuando viajaban a Mar del Plata y a Santa Clara del Mar. Alquilaban una casa e iban a la playa como cualquier persona, pero detrás de esa pantalla se escondía su verdadero propósito: asaltar a los turistas.

De noche asistían a un restaurante, donde se juntaban a cenar y a intercambiar experiencias con los integrantes de otras bandas que, como ellos, viajaban desde el Gran Buenos Aires a “hacerse el verano” a la Costa.

El dinero que obtenía lo usaba para vivir lo mejor posible, pero también lo invertía en su gran pasión: las armas. Llegó a tener 40, entre pistolas, revólveres, escopetas, fusiles FAL y hasta ametralladoras UZI.

Y le encantaba probarlas. Una buena ocasión era para Navidad o Año Nuevo, cuando “para festejar” disparaba decenas de tiros, aunque aclara que nunca lo hacía hacia arriba. Siempre contra el piso.

Hoy dice que no ve la hora de recuperar la libertad para abrazar a sus hijos, sobre todo al menor de 10 años, que es el que más sufre su ausencia. No quiere que lo tenga que ir a visitar al penal. Y mucho menos, que juegue con armas.

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