Portada  |  12 noviembre 2019

"Yo robaba disfrazado", otra confesión con Mauro Szeta

Cristian Luis Acosta fue condenado a 28 años de prisión por doble homicidio calificado. Está detenido hace nueve años. Asegura que es inocente de los asesinatos que se le imputan y no ahorra detalles ante Mauro Szeta para explicar cómo fue su vida en el delito.

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Cristian Luis Acosta tiene 39 años. Nació y creció en Villa Tranquila, partido de Avellaneda. Su padre lo abandonó de chico y su madre se hizo cargo de él y de sus seis hermanos haciendo velas para una iglesia. Él es el mayor de sus hermanos.

Fue al colegio hasta 5to grado, a los 10 años abandonó su casa y se fue a vivir a la calle, su parada era la plaza que se encuentra en Callao y Marcelo T de Alvear, en Barrio Norte. Allí estuvo durante cuatro años compartiendo la misma situación con varios chicos de su misma edad. Pedían monedas abriendo taxis, y desayunaban gracias a la generosidad de los negocios que le alcanzaban algo para tomar; los días de frío y lluvia dormían dentro de los tachos de basura. Con el tiempo comenzaron a delinquir, su primer robo fue a un chico que concurría a una escuela privada de la zona, le salió mal y fue a parar a un instituto de menores.

A los ocho meses volvió a la calle, cuando regresó con el grupo de chicos empezaron a romper persianas de locales de la zona y hacer "escruches”.

“Rompíamos las rejas y nos mandábamos, hicimos un montón de robos así”, recuerda. Pero decidió regresar a su casa.

“Cuando volví al barrio me regalaron una Bersa y me llevaron a robar, yo tenía trece años. Tenía miedo de robar con el arma y me acuerdo que la dejé y fui a robar de chamuyo a uno que tenía un auto. Ahí me empezaron a enseñar tipos más grandes y me llevaban para afanar cosas grosas: metalúrgicas, supermercados, ferreterías industriales; afané el rubro que se te ocurra”, cuenta.

“El robo más grande que hice en mi vida, reventé un taller clandestino estando en transitoria; me acuerdo que llevaba un bebé de plástico con un biberón para no levantar sospechas, entre las mantas llevaba el fierro y cuando estaban desprevenidos los ajusté. Con la plata me compré un Ford fiesta, con ese auto llegué al penal y me reintegré; a los muchachos del pabellón les llevé como 100mil pesos en tarjeta, imagínate lo que me querían. Cuando me fui en libertad, me regalaron una glock; me la llevó la hermana de uno en una caja a un puesto de diario que está en 9 de Julio y Lavalle. Con ese fierro empecé a robar joyerías”.

Con un nuevo grupo comenzaron a atacar locales de ventas de joyas de la calle Libertad en pleno microcentro. “Íbamos con overol, en la camioneta llevábamos cajas y las bajábamos como si fuéramos laburantes, nadie sospechaba nada, adentro de las cajas estaban las itakas. Después arrancamos con restaurantes”, asegura.

Fue amo y señor de Villa Tranquila durante tres años. Una tarde, en medio de un conflicto entre dos facciones narcos, una bala mató por error a uno de sus hermanos que estaba jugando al fútbol en una canchita cercana.

“Cuando mataron a mi hermano quise cobrar venganza y quise bajar a todos los de la banda que lo mataron. Los buscaba día y noche, vivía de gira y tiroteando a todo el mundo; empecé a ser un problema en el barrio y para sacarme de encima me enchufaron dos asesinatos que no cometí”, cuenta.

Tiene cuatro hijos con la misma mujer, los volvió a ver la semana pasada luego de ocho años. Lleva tatuados los brazos con los nombres de los cuatro. En el pecho conserva un tatuaje de un tigre, por esa vuelta del destino los mismos que le hicieron el tatuaje son los que acribillaron a su hermano por error.

“Estoy arrepentido de mi pasado, aunque creo que si hubiese seguido en la calle hoy estaría muerto”, sentencia.

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