Portada  |  09 mayo 2019

Contratado por un día: Roberto Funes Ugarte se prueba como "junquero"

Hay muchas postales que identifican al Puerto de Frutos, en el Tigre. Una de ellas es la de los puestos que venden las típicas canastas, cortinas, paneras, cestos y hasta sillas hechas con juncos. Lo que no se sabe es que detrás de esas creaciones hay horas de trabajo en condiciones extremas.

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Hombres y mujeres se dedican a la fabrican de cestos en el Tigre. Los hacen después de pasar horas y horas recolectando la materia prima bajo el rayo del sol y con el agua del río a la altura de la cintura.

Por eso, y para adentrarse en un mundo tan rudimentario como desconocido, Roberto Funes Ugarte se postuló para ser Contratado por un día en la Cooperativa de la Isla Esperanza, que nuclea a veinte familias de “junqueros”.

Muy lejos quedó la época de oro de la actividad, cuando la economía del Delta giraba en torno a la fruticultura, y los juncos, cuyo nombre proviene del término latino “iuncus”, que significa “para enlazar”, en alusión a su gran resistencia, eran utilizados para confeccionar los canastos con los que se cargaba la fruta.

Los números hablan por sí solos. De los más de 1.000 junqueros que alguna vez hubo entre los isleños, en la actualidad quedan apenas 100, que además están obligados a tener otras actividades para poder sobrevivir.

Es un trabajo que parece detenido el tiempo. En medio de la revolución tecnológica, los junqueros emplean los mismos métodos que hace 100 años. A diferencia del mimbre y otras plantas, el junco no se cultiva. Crece en forma silvestre en las orillas de los ríos y allá van ellos, con sus precarias canoas, para cortarlos con una hoz o un simple machete.

Para eso deben meterse en el río con el agua hasta la cintura y correr el riesgo de que los pique una raya o los muerda una piraña. “Yo estuve casi tres meses sin poder caminar porque una raya me clavó la púa. Cuando me picó sentí como una cuchillada que me atravesó la bota”, recuerda José.

Una vez que cortan los juncos, arman mazos que pesan más de 50 kilos. En una jornada hacen unos 20 y los cargan en las canoas para trasladarlos a “la cancha”, un sector de la isla despejado de vegetación, donde los dispersan para que se sequen al sol.

Recién entonces, cuando su color verde oscuro se transforma en marrón, los venden como materia prima –por cada mazo reciben 50 pesos- o los utilizan para fabricar alguno de esos tradicionales productos artesanales que después se ofrecen en el Puerto de Frutos.

Pero no “junquean” todo el año. Las bajas temperaturas de parte del otoño y del invierno hacen que no haya cuerpo que soporte pasar largas horas en el río, con casi medio cuerpo sumergido. Por eso la temporada va de septiembre a principios de mayo. Y si llueve o el río está crecido no pueden trabajar. En un buen mes, cada junquero puede producir 200 mazos, lo que equivale a un ingreso de solo 10.000 pesos.

Eso les exige complementar el trabajo con otras actividades, como la cría de animales, la pesca artesanal y hasta la recolección de resaca, como se conoce a los residuos vegetales que se acumulan en las orillas del río y venden como abono.

Si bien históricamente fueron trabajadores solitarios, en 2009 muchos de ellos formaron la Cooperativa de la Isla Esperanza para poder hacer frente a la peor de las amenazas que afrontan: el desalojo promovido por la empresa Colony Park, que tiene intenciones de construir un barrio privado en la isla donde ellos nacieron, viven y trabajan.

Gracias a la cooperativa y la acción de varios isleños, lograron un amparo de la justicia y, al menos por ahora, el desalojo está frenado. Mientras tanto, lidian con la precariedad más absoluta, las leyes del mercado y los caprichos de la naturaleza. Pero si hay algo que los caracteriza es su resistencia. Tan fuerte como la de los juncos.

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